- Lee este artículo y aporta tu opinión al respecto... ¿A qué se le llama envejecimiento satisfactorio? Aquí otro artículo cuando menos curioso...
Ojo al dato...
También conocido entre el alumnado como "la página verde".
4c) ¿Cómo se manifiestan los síntomas positivos y negativos? Comenta los diferentes síntomas y escenas en las que estos se vean.
4d) ¿Influye la enfermedad en las relaciones personales y familiares?, ¿y en sus AVD?
4g) Explica cómo afecta la enfermedad a las familias y las personas cercanas.
4h) Comenta actitudes reflejadas en los vídeos que demuestren cómo la enfermedad afecta a la conducta de estas personas.
4i) ¿Crees que las personas con enfermedad mental tienen capacidad para la autodeterminación?, ¿y en momentos de crisis? Explica la respuesta apoyándote en los testimonios y/o escenas de la película. En la película, ¿se toma alguna decisión sin tener en cuenta la opinión del protagonista?
Buenas a todas, y a la sección masculina también. Sean ustedes bienvenidos a la última actividad con contenido audiovisual del curso, seguro que os embarga una profunda tristeza por ello.
En esta ocasión, se visionará "planta cuarta". Por supuesto, para que el disfrute sea completo, se entregará una actividad apasionante que tratará sobre la película y la relación con los contenidos de la UT 8.
4b: ¿Qué tipo de enfermedad padecen y en qué fase de diagnóstico crees que se encuentran los protagonistas?, ¿qué tipo de reacción presentan y qué factores crees que han podido influir en ello?
4f: Comenta respecto a la información que recibe el protagonista y/o su familia. Habla también de cómo convive el protagonista con la enfermedad. ¿Qué opinas sobre el trato que ofrecen los profesionales?
4i: ¿Se tiene en cuenta la capacidad de decisión de los protagonistas?
Emplea escenas de la película para fundamentar las respuestas.
Artículo de "El País".
He aquí el relato de una peripecia personal extraordinaria, la de Daniel Álvarez, que, sordo desde los cuatro años y ciego desde los treinta, ha logrado construirse una identidad y una vida que llamaríamos normales, si "lo normal" no nos pareciera tan opaco. Casado con Helen y padre de Natalia, una niña de cinco años, Daniel despliega una intensa actividad profesional que le obliga a viajar con alguna frecuencia dentro y fuera de España. Jefe de la Unidad Técnica de Sordoceguera de la ONCE (que ocupa a 16 personas), además de presidente de la Asociación de Sordociegos de España, posee la medalla Anna Sullivan, que es la condecoración más prestigiosa y antigua en reconocimiento al esfuerzo realizado a favor de las personas sordociegas.
Aunque Daniel está siempre en el interior de su cuerpo (como cualquiera de nosotros, por otra parte), el hecho de que ni oiga ni vea nos obliga a tocarle (como el que llama a una puerta) para hacerle saber que estamos ahí. Hay personas especializadas en tocar a los sordociegos, intérpretes que deletrean sobre la palma de su mano las palabras del interlocutor con un sistema llamado dactilológico, que Daniel ha perfeccionado con elementos procedentes de la lengua de signos, alumbrando un método nuevo al que denomina Dactyls. Existe otra forma de comunicarse con él: a través del correo electrónico, pues posee un ordenador adaptado que tiene, bajo el teclado convencional, una línea braille que traduce a este idioma el texto que aparece en la pantalla visual. Gracias a este avance tecnológico, pudimos mantener una correspondencia por la que averigüé que había nacido, mediado el siglo pasado, en Olivenza (Badajoz), donde sus padres tenían un negocio de zapatería. Como tres de sus hermanos (son cinco), perdió el oído a causa de la estreptomicina, que en los años cincuenta se administraba sin control. Tanto sus hermanos como él son orales, lo que significa que, pese a no oír, aprendieron a hablar. A Daniel no resulta fácil entenderle a menos que estés muy familiarizado con su dicción, que ha perdido con el paso de los años una calidad que recuperaría recibiendo clases de logopedia para las que dice no tener tiempo. Al no oírse a sí mismo, su voz sólo está dirigida por su cerebro, de modo que ignora si habla alto o bajo, deprisa o despacio. Él afirma humorísticamente que las reuniones con los jefes le han estropeado el habla, porque siempre tienen prisa.
Aprendió a leer y escribir en un colegio de monjas de su pueblo, pero tomó la primera comunión sin haber aprendido a rezar, pues no era capaz de entender por labiolectura a la profesora, que, además de ser muy mayor, lo sentaba a su lado. Daniel movía los labios dejando escapar ligeros sonidos que logró hacer pasar por oraciones. Al problema de la sordera se añadió enseguida el de una miopía extrema que dificultó el aprendizaje de la lectura labial.
De aquella época, recuerda su lucha por demostrar a los compañeros del colegio que era un chico normal. Dice que acabaron aceptándolo porque jugaba bien al fútbol, aunque, dadas las dificultades para comunicarse con él, le hablaban poco. "La relación con mis hermanos", añade, "paliaba ese vacío".
A los 15 años perdió la visión del ojo izquierdo, pese a lo cual terminó el bachillerato elemental y comenzó a ir y venir de Barcelona, donde su problema con la vista era tratado en la clínica del doctor Barraquer. "Mi madre", recuerda, "se volvió sobreprotectora y no quería que fuera en bici ni que jugara al fútbol, pero yo me rebelaba".
A partir de entonces, completamente sordo y medio ciego, tuvo que abandonar los estudios y comenzó a echar una mano en la tienda de su padre. Aunque muy poco dado a la autocompasión, se refiere a aquella época, en la que empezaba a interesarse por las chicas, con cierto desgarro. Se recuerda viendo pasar a la gente al otro lado del escaparate de la tienda, mientras sus amigos permanecían en el colegio. Finalmente, dada la frecuencia de los viajes a Barcelona, la familia decidió trasladar su negocio a esta ciudad, donde Daniel comenzó los estudios de delineante y decoración (ambos a distancia), sin terminar ninguno por los problemas relacionados con la vista. Sí logró sacar adelante, en cambio, los de grabación de datos. Una vez aceptadas sus limitaciones, y en un intento por adaptarse a las circunstancias reales, empezó a frecuentar la asociación de sordos y a aprender la lengua de signos en compañía de sus hermanos.
En la asociación hace nuevos amigos con quienes va de excursión y practica el montañismo. De aquel tiempo, que discurría despacio, recuerda el gusto por los largos paseos. A veces entraba en librerías donde permanecía horas (una de sus frustraciones es no haber podido estudiar Filosofía y Letras), aunque raramente podía comprar un libro. Desde el punto de vista sentimental, la situación era de desastre. Conserva de sí la imagen de una persona divertida, pero con dificultades para atraer a las chicas, que se asustaban ante el problema de la sordera, acentuado por unas gafas de 25 dioptrías.
A los 23 años conoció a Asun, una chica oyente de su pueblo y amiga de su hermana menor, con la que se casaría cuatro años más tarde. Dice que hacían una excelente pareja, aunque los dos tenían un carácter muy fuerte. Entretanto, la ceguera, pese a las operaciones sucesivas, fue avanzando, de modo que a los 32 años ya no veía más que luz y unos meses más tarde era ciego total. Así las cosas, el matrimonio decidió volver a Badajoz, pues la vida en una gran ciudad, dadas las circunstancias, resultaba insoportable.
Atrapado dentro de su cuerpo, sin ver ni oír absolutamente nada, comenzó a leer mucho en braille y mediante una suerte de escáner capaz de traducir a este idioma cualquier texto, incluido el del periódico. Como no soportaba la inactividad, aprendió también a cocinar y a realizar tareas domésticas. Cada día se proponía nuevos retos, como arreglar una lámpara o colgar un cuadro. Cuando se le acabaron los retos caseros, empezó a marcarse desafíos externos, siempre con la ayuda de Asun, con quien empezó a frecuentar la ONCE. Por aquella época aprendió a leer y escribir en inglés, y dio alguna conferencia sobre la sordoceguera en Badajoz (su habla todavía era inteligible).
El 1985 fue un año decisivo, pues la ONCE le pagó la asistencia a la primera Conferencia Europea de Sordociegos, donde descubrió el mundo de los guías intérpretes, especialistas que actúan de enlace entre los sordociegos y el mundo exterior. Allí se hizo una pregunta clave: "Si otros pueden, ¿por qué yo no?". Elaboró entonces un proyecto de atención para las personas sordociegas que la ONCE aceptó, lo que implicaba trasladarse a Madrid y comenzar una vida nueva, laboralmente activa. Tal horizonte llenó de optimismo al matrimonio, que decidió tener un hijo. El embarazo y el parto discurrieron sin problemas, pero el niño falleció a los dos días de nacer. "Nunca", me contaría Daniel, "pudimos explicarnos esta tragedia".
Una vez en Madrid, y con Asun convertida ya en su guía intérprete, se dedicaron en cuerpo y alma al trabajo. El programa fue creciendo dentro de la ONCE, pero la relación entre ellos se deterioró, posiblemente, dice, por el hecho de trabajar juntos y de llevarnos los problemas y las tensiones a casa. El caso es que se divorciaron y ella se marchó a Inglaterra.
Tras valorar la posibilidad de regresar a Barcelona, donde vivían sus hermanos (sus padres ya habían fallecido), Daniel, resuelto a sacar adelante el proyecto que le había conducido a Madrid, decidió permanecer en esta ciudad, pese a no conocer a nadie en ella. Alquiló un apartamento de soltero cerca del Centro de Recursos Especiales Educativos de la ONCE, donde trabajaba, e intentó llevar una vida normal. Del apartamento al centro de recursos empleaba 20 minutos, que recorría cada día dos veces, una de ida y otra de vuelta, con la ayuda exclusiva del bastón. Las personas ciegas se orientan especialmente a través del oído. Los sordociegos, en cambio, sólo cuentan con el tacto. Excepcionalmente sensible a los estímulos externos relacionados con este sentido, a veces se guiaba por el roce del Sol en la cara. A primera hora de la mañana, sabía que el Sol se encontraba al Este, de forma que si se extraviaba, lo buscaba con su rostro. Para personas como Daniel, el Sol es de una gran ayuda excepto al mediodía, cuando se encuentra en el cenit. Al llegar a los semáforos, sacaba del bolsillo una "cartulina de comunicación" que colocaba en alto y en la que ponía: "No oigo ni veo. Si puede ayudarme a cruzar, agárreme de este brazo. Gracias". Siempre lleva encima varias tarjetas de este tipo, una para cada situación. No es raro que la gente, mientras le ayuda a subir al autobús o a cruzar la calle, le hable. Yo mismo, durante el tiempo que pasé con él, podía aceptar que estuviera sordo, o que estuviera ciego, pero no me acostumbraba a que tuviera los dos problemas al mismo tiempo. De otro lado, la ceguera es, en la mayoría de los casos, una carencia evidente, pero no hay ningún indicador externo de la sordera. A veces, en los pasos de cebra, que suele cruzar solo, levantando el bastón para avisar a los automovilistas, se acercan a él personas que le preguntan si pueden ayudarle y que, al no recibir respuesta, le toman por un maleducado.
Del olfato recibe una ayuda relativa, pues el olor, dice, deja de percibirse cuando es siempre el mismo. "La única forma de averiguar si he llegado realmente a mi casa", añade, "es ver si encaja la llave". Me cuenta, sin embargo, que en una ocasión se perdió y percibió un olor a café procedente de un bar en el que entró y, con una de sus "tarjetas de comunicación", pidió que llamaran a Yolanda de los Santos, su actual guía intérprete, para que fueran a buscarle.
Después de un tiempo de soledad, conoció a Helen, que trabajaba como guía intérprete y que sabía inglés, por lo que era perfecta para echarle una mano en las reuniones internacionales, a las que acudía ya con alguna frecuencia. La relación laboral evolucionó y acabaron enamorándose. Tras vivir juntos un tiempo de prueba, se casaron por lo civil. Las cosas al principio no fueron fáciles, porque Daniel había cogido durante la época en la que vivió solo una fuerte depresión que le condujo a la bebida, si bien asegura con ironía que se emborrachó por primera vez a los 40 años. Cuando las cosas mejoraron, hacia 2001, decidieron tener un hijo "sin miedo". En el momento del parto, Daniel permaneció en el quirófano con un guía intérprete que deletreaba sobre la palma de su mano cuanto ocurría fuera. Dice que fue muy emocionante y que la niña ha reforzado mucho su relación con Helen, cuyo undécimo aniversario celebraron recientemente.
Natalia nació en abril de 2002. Es una cría activa, guapa, muy seductora, que, como me explica su madre, es más consciente del riesgo que las niñas de su edad. Sabe, por ejemplo, que en su casa jamás debe haber cajones abiertos, o juguetes por el suelo, porque representan un peligro para su padre.
"Cuando era más pequeña -añade Daniel-, jugábamos al escondite, pero yo, claro, no la encontraba nunca, así que lo tuvimos que dejar, pero no fue fácil explicarle por qué. Ahora ya sabe que me tiene que tocar para que yo sepa que está ahí.
Ha comprendido la situación.
"Un día -apostilla Helen- se llevó al colegio fotos de un viaje de Daniel a Australia y explicó a toda la clase cómo era su padre. "Mi padre", dijo, "no ve ni oye, pero puede tocar canguros y koalas, y así sabe cómo son". Sus compañeros se quedaron muy impresionados.
Me contaban todo esto mientras desayunábamos en su casa, situada en un barrio de las afueras de Madrid, ciudad que él no ha visto nunca ni cuyos sonidos ha escuchado jamás, puesto que llegó a ella cuando había perdido ambos sentidos. Un poco antes del desayuno, mientras Helen y Natalia iban y venían de la cocina disponiendo la mesa, Daniel y yo habíamos permanecido sentados el uno al lado del otro algo violentos, me parecía a mí, por la situación. Yo carraspeaba de vez en cuando para que me tuviera localizado, aunque inmediatamente caía en la cuenta de que no podía oírme. Entonces, realizaba algún movimiento en apariencia casual para rozar mi brazo con el suyo, de modo que supiera que me encontraba junto a él. Natalia aparecía corriendo con las tostadas o las tazas y desaparecía a la misma velocidad. A veces, al depositar los objetos sobre la mesa, rozaba el cuerpo de Daniel, que alargaba su mano en un intento de atrapar la de la niña, que se le escurría entre los dedos como un pez. Mientras desayunábamos, Helen tecleaba sobre la palma de la mano del sordociego cuanto yo comentaba y me traducía sus respuestas, todo ello sin dejar de desayunar. Daba la impresión de poseer cuatro manos en vez de dos, o seis, si pensamos que también tenía que atender con alguna frecuencia a los requerimientos de Natalia. Les pregunté cómo discutían, pues no era capaz de imaginarme a la pacífica Helen escribiendo con furia un improperio sobre la palma de la mano de su marido. Se tomaron la pregunta con humor y Daniel añadió que él, al no ver ni oír, tenía ventaja en las peleas conyugales.
Tras el desayuno, Daniel salió a la terraza a fumar un cigarrillo. Comenzaba un amanecer que él no veía, al tiempo que desde el fondo de la calle llegaba un ajetreo de automóviles que él no escuchaba. Mientras Helen y Natalia recogían la mesa, yo observaba al sordociego desde el salón, fascinado por su hermetismo, intentando ponerme en sus zapatos. Pensé en su cuerpo como en un ascensor sin puertas y tuve una ligera reacción claustrofóbica. Él, ajeno a mi presencia, como una isla en medio del mundo, se llevaba el cigarrillo pausadamente a la boca, se tragaba el humo y lo expulsaba con la elegancia con la que en general realiza todos sus actos.
Aunque en negociados distintos, Daniel y su mujer trabajan en el mismo centro de la ONCE, al que acuden juntos en el coche cada mañana, después de que Helen haya dejado a la niña en el colegio, que está muy cerca de la casa. Por la tarde, él regresa solo en el autobús, pues no quiere perder la autonomía y la libertad conquistadas a lo largo de los últimos años. Aquel día acompañamos todos a Natalia al colegio y luego cogimos el coche. Helen conducía con la mano izquierda, mientras que con la derecha traducía sobre la mano de Daniel, que iba a su lado, mis comentarios y le ponía al corriente de las incidencias del tráfico. Le pregunté por sus recuerdos auditivos y me respondió que, aunque eran muy vagos, a veces fantaseaba con la idea de recuperar el oído e imaginaba con emoción la posibilidad de escuchar música.
"Mi padre -dice- tenía muy buena voz y cantaba en el coro de la iglesia. Yo estaba siempre allí, y es lo único que recuerdo.
En cuanto a su memoria visual, la recupera sobre todo en los sueños. Cuando sueña, ve a las personas con el rostro que tenían antes de que él perdiera la vista, hace ya más de veinte años. A su mujer y a su hija no las ha visto nunca, de modo que cuando sueña con ellas, no consigue distinguir su rostro. Ve caras borrosas.
"Cuando veía -añade-, era un buen fisonomista y me bastaba ver a la gente una vez para reconocerla. Hacerse idea de cómo es una persona con sólo darle la mano no es fácil. No obstante, yo puedo percibir a través de la mano algunas emociones. También soy capaz de calcular la estatura y la complexión de quien me saluda.
Esa mañana visité, en compañía de Daniel y de Yolanda de los Santos, su guía intérprete, una unidad de escolarización de niños sordociegos (algunos de ellos, congénitos) dependiente de la Unidad Técnica de Sordoceguera de la ONCE, de la que es responsable el protagonista de estas líneas. Había seis o siete niños atendidos casi por el mismo número de profesoras, pues la atención debe ser prácticamente individualizada. Cuando les comunicaron nuestra presencia, se levantaron para tocarnos. Resultaba evidente la naturalidad con la que se dejaba tocar Daniel y la barrera involuntaria con la que se encontraban al acercarse a mí, cuya rigidez sin duda percibían. Evoqué con sentimiento de culpa un texto del propio Daniel según el cual el uso constante del tacto para obtener información del entorno es fundamental, pues desarrolla en estas personas hábitos nerviosos, cerebrales y musculares que mejoran la capacidad de acceso a la realidad, llena de espacios vacíos, de agujeros, provocados por la falta del oído y de la vista.
Cuando estos niños tienen algún resto auditivo o visual, por pequeño que sea, se le saca el máximo partido. Me explicaron que lo fundamental era establecer la comunicación con ellos, no importaba cómo. Una vez establecida esa comunicación, se les podía ir dirigiendo poco a poco hacia una enseñanza reglada.
"Los sordociegos de nacimiento -insistiría Daniel- aprenden a base de tocar, tocar y tocar el mismo objeto muchas veces. Cuanto más tarde nos llegan, más difícil es su recuperación. No es raro, por otra parte, que los lleven a colegios de deficientes mentales, lo que es un modo de determinarles para el resto de su vida.
Pasamos la mañana visitando las distintas dependencias de la unidad y luego nos fuimos a comer. A la comida se incorporó también Helen. Daniel se sentó entre Yolanda de los Santos y su mujer, que se turnaban para explicarle, una en cada mano, cómo era el restaurante y nuestra situación en él. Helen, para ejemplificar el rechazo que la diferencia, en general, provoca en los otros, contó que a su abuelo, cuando tuvo noticias de su boda con Daniel, lo primero que se le ocurrió fue que se casaba con un cadáver. En cuanto a su hermana, pensó que iba a ser un hombre calvo, barrigón y feo. Todo ello contribuyó a que no fuera una decisión fácil. Me hizo notar también que no es lo mismo querer a alguien que convivir día a día con la sordoceguera. Por eso vivieron juntos un año antes de pasar por el juzgado.
"Aun así -añade-, perdimos algunos amigos por el camino, porque yo me negué a ser sólo su intérprete. Quien quiera comunicarse con Daniel, ha de hacerlo directamente con él.
"Pero tú eres un poco rara, ¿no?" -me atrevo a apuntar.
"Quizá sí. A veces, cuando vamos juntos a recoger a Natalia al cole, algunos padres se apartan. Por lo general, pienso que ellos se lo pierden, pero lo cierto es que a veces me siento una isla con él.
Mientras hablo con Helen, Yolanda traduce a Daniel nuestra conversación. No dejan un solo segundo de informarle de cuanto ocurre fuera de él, ya sea que ha venido el camarero para preguntar si todo está bien o lo que hay en el plato de cada uno. Quince segundos sin tocarle son 15 segundos de aislamiento absoluto, de vacío. Daniel, por otra parte, es un conversador muy activo. Me cuenta que en EE UU y los países nórdicos hay comunidades de sordociegos donde todo está preparado para que lleven una vida normal, autónoma, de modo que lo mismo acuden al supermercado que a los centros de reunión completamente solos. En España no existe ninguna comunidad de ese tipo, lo que, añadido al problema de que se trata de colectivo muy disperso, hace las cosas más difíciles. En esto, observo que Yolanda escribe sobre su mano algo que no se corresponde con lo que hablamos.
"Le acabo de decir -me explica- que tiene el carpaccio en las nueve menos cuarto.
En su código, el plato está dividido en las mismas partes que un reloj, por lo que basta que le indique una hora para que él localice la comida. De todos modos, Daniel no necesita ayuda para comer. Se relaciona perfectamente con todos los utensilios. Encuentra la copa o el pan sin dificultad, rastreando sutilmente el mantel con la punta de los dedos. Yolanda me explicaría más tarde que se trata de una persona exquisita en sus habilidades sociales. Su grado de autonomía es muy alto en todos los órdenes de la vida cotidiana. Cuando viajan, por ejemplo, tras explorar juntos la habitación del hotel y el cuarto de baño, para que se haga una idea espacial del lugar en el que se encuentra, se queda solo y es muy raro que necesite la ayuda de su guía intérprete. Nunca, en los numerosos viajes que han realizado juntos, ha ocurrido nada digno de reseñar, excepto una vez que se lavó la cabeza con el suavizante del pelo.
Después de la comida, y tras resolver alguna cuestión de última hora en el despacho, Daniel dio fin a su jornada laboral y emprendió el regreso a casa seguido a cierta distancia por mí, que quería ver cómo se manejaba solo en la calle. (Conviene añadir que durante los últimos dos meses, y debido a unas obras llevadas a cabo en su domicilio, Daniel y familia habían vivido en un apartamento de alquiler situado en otro barrio. Aquel viaje era, pues, el primero que realizaba tras esa larga ausencia).
En alguna ocasión me había comentado que era "rápido, pero prudente", lo que comprobé mientras observaba su forma de moverse por las calles, tanteando el terreno con el bastón, que utilizaba como una terminación nerviosa de sí mismo. En los pasos de cebra lo levantaba, colocándolo de forma perpendicular a su cuerpo, y, tras esperar unos segundos, cruzaba. En los semáforos, sacaba una tarjeta de comunicación y esperaba a que alguien lo tomara del brazo para llevarle al otro lado. Alcanzó así, sin problemas, la parada del autobús, cuyos alrededores exploró antes de colocarse bajo la marquesina. A continuación sacó una tarjeta que sostuvo durante unos segundos a la altura de su cabeza y en la que ponía: "Sordociego. Ayúdeme a subir. Bus 174". Al poco, una señora le tocó el brazo en señal de que había establecido contacto con el exterior. Daniel guardó la tarjeta y esperó pacientemente la llegada del autobús, cuyo conductor, que le conocía, dijo a la señora que le había ayudado a subir: "No ve ni oye. Tiene mérito".
El sordociego ocupó un asiento libre cerca del conductor y yo me situé unos metros detrás de él, tomando nota de su imperturbabilidad, de su saber estar, de su aplomo. Se desenvolvía sin miedo (sin pánico, cabría decir) a que en las tarjetas de comunicación no hubiera en realidad nada escrito, o a que la parada del autobús estuviera vacía, o a que al avanzar el pie, en lugar de encontrar el suelo, hallara un abismo" En el entorno del sordociego, me explicaría, suceden constantemente cosas en las que está implicado sin saberlo. En cierta ocasión, y por culpa de la entrada de un garaje cuya ausencia de acera le despistó, acabó en medio de la calle, rodeado de coches que, según le contaron después, no hacían más que pitar.
"Para alcanzar un mínimo de autonomía -dice- se necesita tener un gran control sobre uno mismo, serenidad, capacidad de deducción y de resolución de problemas, y mucho sentido práctico.
Provisto de esas cualidades, que son el resultado de una conquista personal, Daniel se levanta cada día de la cama, se asea, elige la ropa (le preocupa mucho la combinación de colores) y se enfrenta con una elegancia sorprendente a una dura jornada de trabajo que es también (o me lo parece a mí) una dura jornada existencial. Un día le pregunté si había precisado en alguna ocasión ayuda psicológica. Me respondió que tratara de imaginar a una persona que ni ve ni oye frente a alguien que trabaja fundamentalmente con la palabra. Maldición, me dije, otra vez había olvidado que el problema de Daniel era doble. Aun así, añadió que fue, en efecto, a un psicólogo tras la disolución de su primer matrimonio, pero no pudo resistir mucho tiempo porque tenía que acudir, lógicamente, con un guía intérprete, lo que hacía casi imposible el tipo de comunicación personal que debe establecerse en tales consultas. Me contó también que era muy difícil encontrar sordociegos sin tratamientos antidepresivos o sedantes, sobre todo si no llevaban una vida muy activa. "Tengo la vaga duda", añadió, "de si mi médico oftalmólogo añadía al tratamiento de los ojos algún calmante para paliar mi angustia en los tiempos de mis operaciones". En general, Daniel rechaza los antidepresivos porque le hacen sentir raro, como si fuera otra persona. Sospecha, por otra parte, que la pasividad de muchos sordociegos proviene de este tipo de tratamientos, aunque se trata de un colectivo con el que es muy difícil realizar estadísticas.
En esto, llegamos a su parada, porque Daniel se levantó y se colocó cerca de la puerta. Lo seguí y bajamos en un lugar completamente desconocido para mí y donde además no había un alma. Sin ser de noche, la tarde tenía ya ese tono turbio que precede a la oscuridad. El sordociego tanteó con la punta del bastón los límites de la marquesina del autobús y fue a tropezar con un contenedor de zapatos viejos que tapaba casi toda la acera y cuya presencia me pareció que le extrañaba (quizá lo hubieran colocado a lo largo de esos dos meses que había vivido en otro barrio). El caso es que el contenedor, deduje yo, lo desvió de su rumbo y comenzó a errar peligrosamente de un lado a otro. Se me había dicho que no me acercara a él a menos que se encontrara en una situación dramática, pero miré a mi alrededor y, al no ver a nadie capaz de ayudarle, me aproximé y tomé su mano, en cuya palma escribí con mi dedo índice: "Te has desorientado". Daniel asintió, añadiendo que llevaba mucho tiempo sin hacer ese camino. Lo conduje de nuevo a la marquesina, cuyos alrededores exploró en esta ocasión con más detenimiento para tomar al fin el camino correcto. Cuando llegó al portal de su casa, me acerqué de nuevo a él, le toqué y nos dimos un abrazo de despedida a lo largo del cual yo pronuncié absurdamente unas palabras.
En el siguiente texto, ¿te llama algo la atención? Pasaban 7 minutos de la medianoche. El perro estaba tumbado en la hierba, en medio del jardín de la casa de la señora Shears. Tenía los ojos cerrados. Parecía estar corriendo echado, como corren los perros cuando, en sueños, creen que persiguen un gato. Pero el perro no estaba corriendo o dormido. El perro estaba muerto. De su cuerpo sobresalía un horcón. Las púas del horcón debían de haber atravesado alperro y haberse clavado en el suelo, porque no se había caído. Decidí que probablemente habían matado al perro con la horca porque no veía otras heridas en el perro, y no creo que a nadie se le ocurra clavarle una horca a un perro después de que haya muerto por alguna otra causa, como por ejemplo de cáncer o por un accidente de tráfico.
Pero no podía estar seguro de que fuera
así.
Abrí la verja de la señora Shears, entré y
la cerré detrás de mí. Crucé el jardín y me arrodillé junto al perro.
Le toqué el hocico con una mano. Aún estaba
caliente. El perro se llamaba Wellington. Pertenecía a la señora Shears, que
era amiga nuestra. Vivía en la acera de enfrente, dos casas hacia la izquierda.
Wellington era un caniche. No uno de esos
caniches pequeños a los que les hacen peinados, sino un caniche grande. Tenía
el pelo negro y rizado, pero cuando uno se acercaba veía que la piel era de un
amarillo muy pálido, como la de los pollos.
Acaricié a Wellington y me pregunté quién lo habría matado y por qué.
Me llamo Christopher John Francis Boone. Me
sé todos los países del mundo y sus capitales y todos los números primos hasta
el 7.507.
Hace ocho años, cuando conocí a Siobhan, me enseñó este dibujo y supe que significaba «triste», que es como me sentí cuando encontré al perro muerto.
Luego me enseñó este dibujo y supe que
significaba «contento», como estoy cuando leo sobre las misiones espaciales
Apolo, o cuando aún estoy despierto a las tres o las cuatro de la madrugada y
recorro la calle de arriba abajo y me imagino que soy la única persona en el
mundo entero.
Después hizo otros dibujos, pero no supe decir qué significaban.
Pedí a Siobhan que me dibujara más caras de ésas y escribiera junto a ellas qué significaban exactamente. Me guardé la hoja en el bolsillo y la sacaba cuando no entendía lo que alguien me estaba diciendo. Pero era muy difícil decidir cuál de los diagramas se parecía más a la cara que veía, porque las caras de la gente se mueven muy deprisa.
Cuando le conté a Siobhan lo que hacía,
sacó un lápiz y otra hoja y dijo que probablemente eso hacía que la gente se
sintiera muy y entonces se rio. Así que rompí mi hoja y la tiré. Y Siobhan me
pidió disculpas. Ahora cuando no sé qué me está diciendo alguien le pregunto
qué quiere decir o me marcho.
Arranqué la horca del perro y lo tomé en
brazos. Le salía sangre de los agujeros de la horca.
Me gustan los perros. Uno siempre sabe qué
está pensando un perro. Tienen cuatro
estados de ánimo. Contento, triste, enfadado y concentrado.
Además, los perros son fieles y no dicen
mentiras porque no hablan.
Llevaba 4 minutos abrazado al perro cuando
oí gritos. Levanté la mirada y vi a la señora Shears correr hacia mí desde el
patio. Iba en pijama y bata. Tenía las
uñas de los pies pintadas de rosa brillante y no llevaba zapatos.
Gritaba:
—¿Qué coño le has hecho a mi perro?
No me gusta que la gente me grite. Me da
miedo que vayan a pegarme o a tocarme y no sé qué va a pasar.
—Suelta al perro —me gritó—. Joder, suelta
al perro, por el amor de Dios.
Dejé al perro sobre la hierba y retrocedí 2
metros.
La mujer se agachó. Pensé que iba a recoger
al perro, pero no lo hizo. Quizás advirtió cuánta sangre había y no quiso
ensuciarse. En lugar de eso empezó a gritar otra vez.
Me tapé las orejas con las manos y cerré
los ojos y rodé hasta quedar encogido y con la frente pegada a la hierba. La
hierba estaba mojada y fría.
Era agradable. De "el curioso incidente del perro a medianoche".