Buenas. Un fragmento de ese libro que hay que leer, y que está intimamente relacionado con la adquisición del lenguaje y la dificultad que esa adquisición representa para muchas personas que padecen sordera. La protagonista comenta el momento, a los siete años, en el que comprendió que las palabras significaban cosas................
“Las palabras son una cosa rara para mi desde la infancia. Digo cosas raras por lo que tuvieron de extraño al principio.
¿Qué querían decir aquellos gestos de la gente que había a mi alrededor, con su boca en forma de círculo, o estirada en muecas diferentes, con los labios en posiciones curiosas?. Yo “notaba” alguna cosa distinta cuando se trataba de cólera, de tristeza o de contento, pero el muro invisible que me separaba de los sonidos correspondientes a dicha mímica era a la vez de vidrio transparente y de cemento. Me agitaba a un lado de ese muro, y los demás hacían lo mismo al otro lado. Cuando intentaba reproducir sus gestos como un monito no eran palabras, sino letras visuales. A veces me enseñaban una palabra o una sílaba o dos sílabas que se parecían, como papa, mama, tata.
Los conceptos más sencillos eran aún más misteriosos. Ayer, mañana, hoy. Mi cerebro funcionaba en el presente. ¿Qué significaban el pasado y el futuro?.
Cuando comprendí, con ayuda de los signos, que el ayer estaba detrás de mi y el mañana delante de mi, di un salto fantástico. Un progreso inmenso, que los que oyen tienen dificultad en imaginar, habituados como están a oír desde la cuna las palabras y los conceptos repetidos incansablemente sin ni siquiera darse cuenta.
Después comprendí que otras palabras designaban a las personas. Emmanuelle era yo. Papa era él. Mama era ella. Marie era mi hermana. Yo era Emmanuelle, yo existía, tenía una definición, y por lo tanto, una existencia.
Ser alguien, comprender que se está vivo. A partir de ahí pude decir “YO”. Antes decía “ELLA” al hablar de mí. Yo buscaba el lugar en que me encontraba en este mundo, quién era y por qué. Y me encontré. Me llamo Emmanuelle Laborit.
En seguida pude analizar poco a poco la correspondencia entre los actos y las palabras que los describían, entre las personas y sus acciones. De repente, el mundo me perteneció y yo formé parte de él.
Tenía siete años. Acababa de nacer y de crecer a la vez, de golpe.
¿Qué querían decir aquellos gestos de la gente que había a mi alrededor, con su boca en forma de círculo, o estirada en muecas diferentes, con los labios en posiciones curiosas?. Yo “notaba” alguna cosa distinta cuando se trataba de cólera, de tristeza o de contento, pero el muro invisible que me separaba de los sonidos correspondientes a dicha mímica era a la vez de vidrio transparente y de cemento. Me agitaba a un lado de ese muro, y los demás hacían lo mismo al otro lado. Cuando intentaba reproducir sus gestos como un monito no eran palabras, sino letras visuales. A veces me enseñaban una palabra o una sílaba o dos sílabas que se parecían, como papa, mama, tata.
Los conceptos más sencillos eran aún más misteriosos. Ayer, mañana, hoy. Mi cerebro funcionaba en el presente. ¿Qué significaban el pasado y el futuro?.
Cuando comprendí, con ayuda de los signos, que el ayer estaba detrás de mi y el mañana delante de mi, di un salto fantástico. Un progreso inmenso, que los que oyen tienen dificultad en imaginar, habituados como están a oír desde la cuna las palabras y los conceptos repetidos incansablemente sin ni siquiera darse cuenta.
Después comprendí que otras palabras designaban a las personas. Emmanuelle era yo. Papa era él. Mama era ella. Marie era mi hermana. Yo era Emmanuelle, yo existía, tenía una definición, y por lo tanto, una existencia.
Ser alguien, comprender que se está vivo. A partir de ahí pude decir “YO”. Antes decía “ELLA” al hablar de mí. Yo buscaba el lugar en que me encontraba en este mundo, quién era y por qué. Y me encontré. Me llamo Emmanuelle Laborit.
En seguida pude analizar poco a poco la correspondencia entre los actos y las palabras que los describían, entre las personas y sus acciones. De repente, el mundo me perteneció y yo formé parte de él.
Tenía siete años. Acababa de nacer y de crecer a la vez, de golpe.
Sentía tanta gana y tanta sed de aprender, de conocer, de comprender el mundo, que después ya no he dejado de tenerlas."
Emmanuelle Laborit. El grito de la gaviota.